By Gabriel Noriega
“(…) No es la muerte la que se lleva a los que amamos. Al contrario, los guarda y los fija en su juventud adorable. No es la muerte la que disuelve el amor…”
Héctor Abad Faciolince
El día que murió mi abuelo, todavía no había muerto. Se había caído de espaldas, de madrugada. Su tratamiento contra el cáncer incluía morfina y esta lo dejada mareado, como ausente. Al caer se fracturó el cráneo.
Mi abuela mantuvo la calma. Con sus manos temblorosas llamó a mi tío que dormía en la casa de al lado. Él lo levantó del piso y llamó a una ambulancia que lo llevaría al hospital, ya en coma.
Mi tío fue claro. El Eduardo se va a morir, me dijo.
El viaje hasta la costa, donde vivían, fue larguísimo. Fue un viaje a oscuras, con luces de camiones encandilándonos la vista, con curvas de árboles y sus sombras.
Llegamos de madrugada, directo al hospitalucho local, semiabandonado por el gobierno. Ahí, en una camilla escueta, frente a un ventilador desbaratado y en medio de partículas de polvo alumbradas por un sol mañanero, estaba el Edu. Su cuerpo, ya herido de tanto pinchazo y flaco de tanta quimio, estaba mal tapado por una sábana celeste. Aun así, translucía su aura de valiente, su piel brillante, sus manos fuertes, su rostro fuerte, su bemba maravillosa.
Su semblante era serio, como si estuviese… en una misión. Todo lo hacía así. Poner un tornillo en la puerta. Embadurnarle las piernas con crema a mi abuela. Preparar la cena. Subirse al techo para dispararles a las palomas invasoras. Con una seriedad infinita, una concentración total. Siempre despreció en mí, dicho sea de paso, el poco el tino en el gesto, la flojera de las manos, los vasos que no he dejado de regar. Y yo lo admiraba como se admira a un titán, o a un pescador que no sabe nadar, o a un torero que acaba de matar. Y fue conmigo, como con todos los niños de la familia, el abuelo más maravilloso, símbolo ético total, el romántico empedernido. De armas tomar, siempre. Con cada uno, un tesoro, una confidencia. Con cada uno, un mundo mágico particular.
El Eduardito estaba en otra misión, decía. Como si hubiera decidido ponerle fin al dolor, al suyo y al nuestro. Como si supiera perfectamente lo que estuviera haciendo, y esto de accidente no tuviera nada.
Y esa misión le tomó dos días, hasta que dejó de palpitar.
Abuelo querido, machetero de avanzada, ¡qué lástima me da! Una lástima, mi abuela sola. Una lástima, abuelo querido, abuelo por adopción y por elección. Te vestimos, Eduardo, con tus mejores ropas, y te besamos el rostro, abuelo compañero, y te lloramos, ¡porque qué rabia nos da!