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June 19, 2025, Filed Under: Uncategorized

Río Bravo, Tamaulipas, México 

Por Estefanía Cavazos-Reyes 

Lunes, 8 de septiembre del 2014 

Ya casi son las dos y media. El salón apesta a sudor y humedad desde que salimos a jugar a la hora de recreo. Como hoy en la mañana hicimos los honores a la bandera, tenemos que llevar corbata, chaleco, y esa camisa de manga larga que tanto me pica. Usualmente, el aire acondicionado alivia la asfixia del uniforme, pero lleva descompuesto desde que regresamos de honores, y los mismos treinta grados que se sienten afuera se sienten aquí. 

Apenas me doy cuenta del montón de sudor que Luis tenía en su nuca cuando la maestra Sarai nos pide abrir nuestros cuadernos de mate para resolver divisiones. Siempre me han gustado las matemáticas, pero repasar lo que vimos en quinto es aburridísimo. Preferiría tener la clase de educación física hoy en vez de los viernes. El profe siempre nos deja jugar a policías y rateros afuera en el patio. La maestra sigue escribiendo en el pizarrón divisiones con decimales cuando a lo lejos escucha un fuego artificial. Debieron haber empezado a celebrar el 16 de septiembre desde temprano. Pero los cohetes no paran y se escuchan cada vez más cerca. La maestra deja de escribir y voltea para encontrarse con veinte pares de ojos confundidos. 

– “¿Qué se escucha maestra?”, pregunta Luis con su voz chillona. – “Nada Luis, nada. Escúchenme todos. Vamos a sentarnos en el piso a lado de la puerta sin hacer ruido. ¡Rápido!” 

Me levanté de mi banco y mis amigas ya estaban guardándome un lugar en el piso. Al ser solo cinco niñas en el salón del Sexto “A”, todas crecimos siendo cercanas.

El espacio entre mi falda y mis calcetas blancas toca el piso cochino y húmedo. Estoy apunto de levantarme para bajarme más la falda cuando se vuelve a escuchar otra explosión. Cerca. En la calle de enfrente. La maestra corre, agarra un banco, lo pone en la manija de la puerta del salón, y se sienta en el piso con nosotros. 

Mi corazón empieza a latir rápido. Lo puedo escuchar en mis oídos. Tengo miedo. La vista se me empieza a nublar gracias a las lágrimas que se derraman de mis ojos, mis pestañas, hasta mis cachetes. 

– “Hay ángeles volando en este lugar, en medio del pueblo y junto al altar. Subiendo y bajando en todas las direcciones…” 

Levanto la mirada y veo que la maestra, mis amigas, y algunos de mis compañeros cantan para sofocar el ruido de afuera. Yo también canto para olvidar esta sensación de encierro. Entre sollozos y saltos al escuchar las balas perdidas. Cantamos porque no hay nada más que hacer. 

Hoy nos recoge la mamá de Marina Cecilia, entonces para cuando llegue a mi casa, la comida estará fría. 

*** 

Martes, 19 de mayo del 2015 

Estamos veinticinco encerradas en el cuarto. 

Antes lleno de música clásica, ahora permanece en un silencio absoluto. Se escuchan sollozos reprimidos de las demás niñas, pero no puedo averiguar de quiénes. Quizá sea Marlett o Regina, ambas suelen llorar por todo. La maestra pide que guardemos silencio, pero en niñas de doce años el miedo es difícil de esconder.

Habrán pasado ya diez o veinte minutos desde que nos pidieron sentarnos pegadas a la pared y desde que la maestra atrancara todas las puertas y apagara todas las luces. 

– “Para que no intenten entrar aquí a esconderse.” 

La brea me pica en mis manos, en mis pies, en mis muslos, pero no me atrevo a moverme. Es como si un movimiento en falso pudiera delatarnos. Mis ojos por fin se ajustan a la falta de luz y puedo ver los rostros de las demás niñas en tutus. A lado mío está Fátima. Al ser vecinas, nuestros papás se turnan en llevarnos al ballet. Hoy les toca a mis papás recogernos. 

Aún falta una hora de clase cuando alguien toca la puerta de la academia. Todas en el cuarto contenemos la respiración, y debido a su oscuridad abrazadora, solo vemos la silueta del extraño parado fuera de la puerta de vidrio. “Ya valimos madres”, pienso. Estoy segura que la persona de afuera tiene un arma en su mano. 

La maestra se levanta, camina hacia la puerta y, al abrirla, reconozco a esa figura alta con entradas y bigote. 

– “Vente, vámonos. Dile a Fátima que la pasamos a dejar a su casa,” dice mi papá. Yo no quiero irme de la academia. Tengo miedo de que algo nos pase a los tres en el carro de regreso a la casa. Pero no tengo opción. Agarro a Fátima y nos subimos a la camioneta. 

*** 

Miércoles, 5 de octubre del 2016 

¡Como odio la humedad! Aún sigo en mi uniforme de ballet, y puedo sentir las mallas pegándose a mis piernas chiclosas de sudor.

Ya quiero llegar a mi casa a bañarme, pero mi papá y yo estamos esperando a que mi hermano termine su clase de karate. Lo bueno es que el dojo está a contra esquina de la casa, entonces solamente tendremos que cruzar la calle. – “Okay, para terminar la clase vamos a practicar la kata que aprendimos la semana pasada,” dice el sensei, anunciando los últimos diez minutos de clase. Volteo a ver a mi papá y me responde moviendo las cejas y señalándome a que me siente con él en lo que termina la clase. Nos sentamos en las sillas más cercanas a las puertas abiertas del dojo. Papá de seguro también se muere de calor. De repente las veo pasar. Dos camionetas yendo a raja madre mientras se disparan una a la otra. Mi papá me levanta y me avienta al baño en el fondo del salón junto con otras mamás y hermanas. El calor se siente diez veces peor ahí. No corre el aire y el baño está a su máxima capacidad. El encierro me sofoca. No sé dónde están mi hermano y mi papá. Creo que se quedaron afuera. Espero que hayan cerrado las puertas que dan a la calle. 

No sé cuánto tiempo pasa hasta que abren la puerta del baño y veo a mi papá y a mi hermano de nuevo. 

En silencio, los tres cruzamos la calle, entramos a la casa, y nos quedamos en el cuarto que está más lejos de la calle, hasta que llegue mamá. 

*** 

Jueves, 14 de septiembre del 2017 

El cambio más radical de este año no fue empezar la secundaria en Estados Unidos. Mi antigua maestra de catecismo acaba de enviar un mensaje al grupo de la clase en el cual aún sigo. 

– “Por favor, mantengamos en nuestras oraciones a Marina Cecilia y a su familia.”

Confundida le llamo a mamá para preguntarle qué le pasó a Mari. – “Pinche maestra. No sé porque chingados les envió eso a ustedes,” dice mamá. Después me explica que a Mari y a su mamá las levantaron el lunes en la mañana, cuando iban saliendo de su casa para la escuela. 

También me dice que a mi tía la soltaron ese mismo día, pero Mari sigue encerrada. La van a soltar mañana. Mamá no me dice cuánto dinero pagaron para que se la regresaran. 

Mi corazón se detiene y se hunde en mi cuerpo. No logro entender la voz de mamá en el teléfono así que le cuelgo. 

Todo hace sentido ahora. Ya entiendo porque Mariana me habló en la mañana para preguntarme si Mari estaba bien. Mari no suele contestar mensajes, entonces nada parecía extraño. 

Cuando mamá llega a la casa, me duele la cabeza de tanto llorar. Estoy exhausta y confundida, pero mamá me promete que puedo acompañarla a casa de Mari al día siguiente. 

*** 

Viernes, 17 de agosto del 2018 

No logro mantener mis ojos abiertos por el cansancio. A pesar de que acaban de pasar por mí hace menos de dos minutos, puedo sentir mi cuerpo derretirse en el asiento mientras apoyo mi cabeza en la ventana. 6:15 AM. Si me duermo ahorita podré descansar por más de una hora antes de llegar a la prepa. Pestañeo y ya estamos en la casa de Jorge. Esperamos en la calle oscura y muda a que Jorge y sus hermanos se suban a la camioneta. De repente, el silencio es interrumpido por unos cohetes y el desmadre que es acomodar a los cuatro hermanos en la camioneta. 

La mamá de Jorge se acerca para platicar de volada con la mamá de Homero, cuando se vuelven a escuchar los fuegos artificiales. Ahora más cerca. – “No se preocupen, solo es gente tronando cohetes,” nos asegura la mamá de Homero. No le veo el propósito, ya que los niños que no están dormitando ya se pusieron los audífonos para escuchar música. 

Otra vez se escuchan los estadillos. Ahora en la calle de atrás. 

El grito de la mamá de Jorge nos despierta y despabila a todos, 

– “¡Bájense ya y métanse a la casa!” 

En chinga todos nos desabrochamos los cinturones y nos bajamos de la camioneta sin nuestras mochilas. Primero Jorge y yo, para poder dejar pasar a los otros cuatro que ya estaban casi dormidos en el asiento de atrás. 

Corremos agachados a la casa de Jorge, la puerta por donde entramos da a la cocina. Los siete nos agachamos cerca de la mesa de la cocina, mientras que las dos mamás cubren nuestra vista al estar más cerca de la puerta de tela. Ahora los balazos se escuchan en la calle donde dejamos la camioneta con nuestras mochilas. 

Ahogo un grito, pero no logro detener las lágrimas calientes que chorrean por mis mejillas. Al escuchar los mocos en mi nariz, la mamá de Jorge se agacha a mi lado y me abraza hasta no dejar oxígeno en mis pulmones. 

– “Todo está bien hermosa, nada más hay que esperar tantito.” No sé cuánto tiempo estamos encerrados, pero me estoy secando las lágrimas mientras me subo a la camioneta de nuevo. La mamá de Homero nos pide que vayamos con la cabeza abajo hasta que lleguemos al puente.

*** 

Lunes, 25 de febrero del 2019 

La luz fluorescente del pasillo expone las lágrimas que se están formando en mis ojos. 

– “Todos estamos bien, no te preocupes. Le cancelaron las clases a tu hermano en la primaria por el narco puente, entonces estaremos encerrados en la casa el resto de la semana. No llores, tú síguele echando ganas allá estudiando. Nos veremos el fin de semana.” 

Después de colgar vuelvo a entrar a mi tercera clase de hoy. Mis ojos parecen estar pegados al suelo, ya que así ni mis amigos ni mis maestros pueden notar lo hinchados y rojos que están. El resto del día es borroso. 

A la hora de salida, la mamá de Marina Cecilia nos recoge de la escuela y me da una maleta llena de uniformes para la semana que mi mamá le dio. Una vez en su casa, saco las polos verdes y los khakis de la maleta y encuentro un papel en el fondo. El marcador traspasa la hoja y puedo ver dos siluetas. Al desdoblar la hoja reconozco los monitos de palo de mi hermano. Una niña y un niño.

Ella, más alta y vestida de morado – mi color favorito; él, solo le llega a la cintura y viste de azul – su color favorito. Le envío un mensaje a mi hermano agradeciendole por el dibujo. Pasamos el resto del día encerradas en la casa de Mari. Ella está terminando su tarea de inglés, mientras yo acabo la de geometría. Estoy segura de que me pedirá copiarla una vez que acabe. 

Extraño mucho a mamá y a mi hermano, pero al menos no tendré que levantarme a las cinco para llegar a la escuela. Mari dice que ellas se levantan a las siete.

*** 

Miércoles, 3 de enero del 2024 

Mamá y yo estamos acostadas en el cuarto más cercano a la cocina. Papá se acaba de ir al trabajo y mi hermano sigue dormido. Son vacaciones de invierno, y yo vine a visitarlos por tres semanas. Nosotras acabamos de desayunar y ya sentimos los párpados pesados. Entre pláticas sobre gente del pueblo y sobre cómo me está yendo en la universidad, mamá comienza a contarme acerca del 2008. En aquel entonces, aún vivíamos en la casa vieja, la que tenía el ático lleno de telarañas. Y como si fuera cultura general, mamá menciona a los que eran nuestros vecinos. 

Siento mi estómago voltearse. No debí haberme servido tantos chilaquiles. Mamá me relata cómo solía haber cien personas secuestradas en la casa de al lado. Ni mi papá ni ella se dieron cuenta hasta que un día llegó la policía y sacó a todos de su encierro. 

– “Pero lo raro es que nunca se escuchó nada, y eso que compartimos una pared. Lo único extraño era que llegaban paquetes llenos de galletas María a esa casa.” Atónita y con la boca medio abierta, no comprendo como apenas me entero de esto.

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