Foreword: The Art of Storytelling
Among our amazing students, there is a generalized need to tell stories. Stories about their research, or about personal experiences during their time in the field. Sometimes, students have told me, they meet people whose lives they find compelling, whose presence during fieldwork was inspirational and moving, even if these individuals are not significant to their research. In those instances, students want to shed the skin of the analyst or social scientist and become storytellers. Here, the goal is neither to solve a research question nor to raise a theoretical point. The goal is to share the trace of a personal mark that someone left on them during their fieldwork. This is the case of Fátima Valdivia and the story of Lola.
The Spanish Creative Writing Initiative was established with the goal of helping students to become storytellers, of providing tools so that they might share experiences that take place beyond the boundaries of their work as researchers and academics. During the year of COVID, with the support of LLILAS Benson and the Department of Spanish and Portuguese, we invited two authors to conduct writing workshops. Mexican journalist/author Daniela Rea conducted one during the fall of 2020, and Argentine writer Gabriela Cabezón Cámara conducted one in spring 2021; each lasted three weeks. During weekly meetings, students confronted the need to overcome the individual challenge of writing a story and lived that challenge as a collective. The invited authors led our students in translating their experiences into fabulous stories. Fátima’s piece is a wonderful example of the rich dynamics of our creative writing workshops. Its publication here stands as a celebration of our language, and a recognition of the work of all who participated in the workshops and discovered that they, too, can be creative writers.
— Gabriela Polit Dueñas, Professor, Dept. of Spanish and Portuguese; Coordinator, Spanish Creative Writing Initiative
Las botas de la Lola
BY FÁTIMA VALDIVIA
“Gran baile de Los Tigres del Norte”, anunciaban las estaciones de radio y los posters pegados en las calles de la ciudad de Oaxaca. Esta sería mi primera vez en un concierto en vivo y mi primera vez usando mis botas vaqueras. A media tarde comencé a alistarme para el tan esperado evento. Abrí la puerta del clóset, tomé unos pantalones de mezclilla, una camisa de franela a cuadros, y una caja grande donde las guardaba.
Destapé la caja y admiré las botas. ¡Realmente me gustaban! Eran unas botas café claro a media pantorrilla, con una punta ligeramente estrecha y cuadrada. Estaban hechas de piel suave y firme, adornada por bordados abstractos que apenas se distinguían. Eran unas botas discretas, pero para mí representaban la identidad norteña. Mientras las admiraba recordé mis días como voluntaria en la sierra Tarahumara. Recordé a Lola. La vi ahí, afuera de su casa, manipulando con determinación una escoba y derramando el agua de un balde para limpiar su pórtico. Se me apretó el corazón.
Lola era una mujer joven, alrededor de los treinta años, delgada y morena. Vivía en una de las casas grandes de la comunidad. Yo llegué a este lugar en el 2009 para trabajar un año como voluntaria de la parroquia. “Pásele a tomar un café”, era su clásico saludo. Así me gritaba cada vez que me veía pasar por las mañanas para tomar la ruta, mientras ella limpiaba. “No puedo Lola, me va a dejar el camión”, fue siempre mi respuesta. Lo cierto es que no quería tener relación con ella. No era que Lola me cayera mal, ella siempre me pareció muy amable y, en el fondo, me hubiera gustado conocerla. El problema era su marido.
Lola estaba casada con Pedro, un hombre mestizo de tez clara, que le doblaba la edad. Mi trabajo en la comunidad consistía en asesorar a la población rarámuri en sus problemas legales, muchos de los cuales tenían que ver con el territorio y protección de los bienes naturales. En esta labor era común interactuar con las autoridades ejidales, todos ellos varones. Varias personas acudían a mí quejándose por lo que consideraban malos manejos en la administración del ejido y por la actitud abusiva de algunos administradores, entre ellos Pedro. Yo misma me sentía intimidada al tener contacto con él. Percibía de inmediato que ser mujer y joven—yo tenía 25 años entonces—jugaba en mi contra. Las pocas interacciones que tuvimos fueron ocasión para recibir de su parte miradas incómodas y comentarios racistas en relación con la población rarámuri. “Qué bueno que usted viene a ayudar a los tarahumaritos, ellos no saben nada, no son como uno que es gente de razón”, era uno de sus clásicos comentarios. En lo posible prefería evitar cualquier tipo de cercanía con él.
Ser mujer joven, soltera y fuereña en estos espacios es complejo. Siempre tuve que estar atenta a mi comportamiento y apariencia. Cualquier cosa podía ser interpretada como una provocación. Tenía que cuidar cómo vestir, con quién conversar, dónde y por cuánto tiempo. Tenía que moderar mi carácter, “trata de no sonreír demasiado, porque esto puede confundir a los hombres”, fue una de las primeras recomendaciones. Mi trabajo como abogada hacía complicadas muchas de estas tareas. La mayoría de las autoridades locales son hombres, y la interacción con ellos es inevitable. Para cuidarme, otra de las voluntarias de mayor edad solía acompañarme en cada ocasión que tenía que buscarlos en privado, “te acompaño para que no te vean sola”, me decía. Aun así, para algunas de las mujeres casadas mi presencia representaba una amenaza, y para algunos de los hombres una oportunidad, independientemente de su edad y estado civil. Ser blanco de insinuaciones y acosos era lo común. Poco a poco fui aprendiendo que, en este contexto marcado por las relaciones interraciales, las jerarquías masculinas y el tráfico de drogas, el respeto hacia una mujer depende de si está o no bajo la tutela de un hombre, y del poder social que dicho hombre detenta. No es lo mismo estar bajo la “protección” de un hombre rarámuri que de un hombre mestizo. En mi caso, lo único que me daba relativo respaldo era mi asociación con la iglesia.
Pasados algunos meses de mi llegada a la comunidad se celebró una boda. Toda la población fue invitada, incluida yo. Esa fue la primera vez que participé en un evento de esta naturaleza y la primera vez que interactué socialmente con los hombres de la comunidad. Una fiesta era el evento en el que mis vulnerabilidades eran más obvias. Ahí se podían dar interacciones (no deseadas) difíciles, muchas de ellas motivadas por el alto consumo de alcohol. Insistencias para bailar, acercamientos incómodos y violentos al bailar, miradas lascivas, piropos. Preferí resguardarme entre el círculo de señoras. Ese fue el espacio para coincidir con Lola y tener una pequeña conversación, más allá de los saludos matutinos. “Qué bonitas botas” le dije en cuanto la vi, como una manera de iniciar conversación. Ella de inmediato respondió tratando de quitárselas. “Pruébeselas, ¿de qué número calza usted? Seguro que sí le quedan”. Su respuesta me sorprendió, y como pude la convencí de que no se las quitara. “No Lola, por favor no te las quites. Se ve que son pequeñas y yo calzo del cuatro y medio, para nada me van a quedar”. Ella sonrió y unos minutos después se levantó de la silla para bailar con Pedro. La fiesta siguió su curso hasta la madrugada.
Una semana más tarde Lola llamó a mi puerta, lo que me sorprendió muchísimo ya que nunca me había visitado. “Vengo a traerle esto”. Me extendió los brazos entregándome una gran caja cuadrada. “Le dije a Pedro que a usted le habían gustado mis botas, y él luego me dijo: pues hay que comprarle unas, porque esa licenciada es muy buena con nuestra gente”. No supe qué hacer. ¿Por qué Pedro quería regalarme unas botas? ¡Apenas y me conocía! Pese a mi insistencia, esta vez no pude convencer a Lola de no dejármelas o de cobrármelas. Las acepté culpable. Quizás este era el primer acto de compra de conciencia. “Ya te compraron con unas botas”, solía bromear el sacerdote luego de que le conté lo sucedido.
Poco más de un año después de mi llegada a la comunidad, mi voluntariado llegó a su fin y tuve que trasladarme a otra localidad para trabajar. Nunca volví a conversar con Lola ni me puse las botas. Unos meses después, Lola y Pedro fueron asesinados en la entrada de su casa. “Una cruz de madera de la más corriente” cantaba el grupo norteño que acompañó su último adiós. Una gran cantidad de gente se reunió para despedirles. Yo también fui a decirles adiós. Permanecí de pie en aquel patio de la casa, observando la despedida sin preguntar qué había pasado. Pensaba en Lola, en sus últimos momentos, sin hacer conciencia del todo de nuestros encuentros.
“Gran baile de los Tigres del Norte”.
Dos años después decidí usar las botas por primera vez. Durante todo ese tiempo representaron grandes contradicciones en mi vida. Por un lado, los retos implícitos en mi trabajo al ser una mujer mestiza trabajando con la población indígena en la sierra Tarahumara. Las botas vaqueras en este contexto representan la identidad mestiza, principalmente la masculina. Cuando un hombre rarámuri las utiliza, la gente suele decir que se “achabochó,” o sea, que se está haciendo “chabochi”, mestizo. Yo no quería representar ese universo simbólico. Era difícil verme como una mujer mestiza con oportunidades, entre ellas la posibilidad de usar unas botas vaqueras.
Las botas también representaban mi no pertenencia a la región Tarahumara y me asociaban con una identidad norteña mestiza. Una identidad a la que me sentía atraída por su historia y su franqueza, pero que, como mujer nacida y criada en el centro del país, me era ajena. Usarlas me hacía sentir una impostora y quizás, una vendida, ya que me las había comprado un hombre que encarnaba los diferentes poderes contra los que yo luchaba en la región, el abuso hacia las mujeres y hacia las poblaciones indígenas.
Finalmente, las botas también representaban las dificultades que limitaban mi desempeño profesional, me hacían vulnerable, y me impedían conectar con mujeres como Lola por el riesgo de ponerme en el radar de sus maridos. Esas botas me hacían pensar en todos los cafés que no acepté compartir con ella por temor, por prejuicio. Me enfrentaron al hecho de que yo permití que su relación con un hombre abusivo decidiera por mí, sin reparar en que quizás era su única opción para tener un lugar de respeto en la comunidad. Me delataron como cómplice del silenciamiento y aislamiento de las mujeres cuya relación de pareja se convierte en un estigma que les roba la oportunidad de escucha. La conexión breve con la vida de Lola me empujó a revisar cómo este contexto que naturaliza y silencia las relaciones violentas y abusivas entre hombres y mujeres, y entre mestizos e indígenas, influyen en mi labor como investigadora y defensora de derechos humanos. No sólo limitándola sino incluso dándome un lugar privilegiado en distintos momentos.
Esa noche de baile decidí romper el hechizo. Sujeté las botas y con fuerza introduje mis pies en ellas. Me sentí muy bien. Me sentí valiente y digna de una buena noche de baile. Cuatro horas de empujones en una explanada polvorienta fueron el resultado. Unos meses después regalé mis botas a una hermana norteña, alguien que en ese momento pensé, se las merecía más que yo. Ahora las echo de menos. Después de once años de trabajo en la región Tarahumara sé que yo también soy una mujer del norte. Lo sé no solamente porque Lola me compartió esa identidad tan suya a través de las botas, sino porque en la sierra Tarahumara se forjó una gran parte de lo que soy ahora. Ahí maduró mi alianza con las luchas por los territorios indígenas, y crecí como defensora de derechos humanos. Ahí fui duramente cuestionada y me transformé. A fuerza de trabajo, celebración y respeto a lo diferente, aprendí a amar esa tierra, y ahí encontré el sentido de vivir, servir y sonreír con plenitud.
Fátima Valdivia is a Mexican lawyer and social anthropologist specialized in Indigenous rights. Her doctoral project at LLILAS analyzes how gender, race, and colonialism are used by drug traffickers in Mexico’s Tarahumara region as a means of controlling the Indigenous population. The narrative published here is part of Valdivia’s reflection on her trajectory in the Tarahumara region, and its writing was motivated and facilitated in the creative writing workshop organized by Dr. Gabriela Polit.
Erika Castillo Licea is a graphic designer and photographer from Mexico City. Her work can be found at erk.mx.