BY JOSÉ MONTELONGO
Para algunos, un diario es una excursión hacia adentro, confrontación con uno mismo que se emprende en momentos de crisis y de transformación. Para otros no es un proyecto pasajero —que acompaña un rito de pasaje— sino una necesidad vital y cotidiana, una respiración. Eso fue para María Luisa Puga (1944–2004), escritora mexicana cuyo diario, contenido en 327 cuadernos que abarcan de los años de 1972 a 2004, se puede consultar en la Colección Latinoamericana Nettie Lee Benson de la Universidad de Texas en Austin.
La fidelidad a ese diario fue para Puga equivalente a la fidelidad a su vocación como escritora. Mapa de su trayectoria intelectual, testigo de sus lecturas, libro de esbozos para su narrativa, el diario de Puga fue sobre todo una bitácora existencial hecha de cuerpo y lenguaje. Apenas en la cuarta entrada del primer cuaderno aparecen la fiebre y la escritura: “Quisiera esculpir una palabra. Quisiera sentir el lenguaje muy cerca. Quisiera respirarlo. Y al mismo tiempo me da lo mismo, me da lo mismo. Aunque, claro, es la fiebre.” La fiebre vino y se fue, la mujer salió de su país y regresó, la introspección se convirtió en su método y los diarios en su laboratorio.
En un delgado volumen de 1990, De cuerpo entero, Puga hace un recuento biográfico a partir de las habitaciones donde vivió durante su infancia y juventud, en Acapulco, Mazatlán, Ciudad de México, un puñado de ciudades europeas y una ciudad africana. El cuaderno que siempre la acompañaba, dice Puga, fue la versión portátil de la habitación propia de que hablaba Virginia Woolf.
El diario, es decir, el cuaderno que escribo desde siempre, ese cuaderno en donde hacía las novelitas para mi hermana, lo escribía en todas partes. Caminando por Londres, en los cafés, parques, autobuses, metro. Y cuando llegaba a mi cuarto lo ponía sobre la mesa, cerca de la máquina de escribir. El cuaderno es como mi grabadora, mi cámara fotográfica, mi conciencia. La sala de gimnasia de la escritura; el lugar de las reacciones secretas; el poder juzgar el mundo. (De cuerpo entero, p. 21)
Puga consigna la destrucción de un número indeterminado de cuadernos, anteriores a 1972, que no la satisfacían. El primer diario conservado está escrito en Francia. Aquel París donde Horacio Oliveira anda en busca del azar objetivo —no han pasado diez años todavía de la publicación de Rayuela—, aquel París donde Martín Romaña finge escribir una novela sobre sindicatos pesqueros para despertar conciencias, es la ciudad donde María Luisa Puga recoge en papeles privados su furia contra la burguesía y contra su propia escritura. El arco que trazan sus cuadernos va de la prototípica escritora latinoamericana en París, ocupada en resolver sus contradicciones internas (el pensamiento frente a la acción, la vida sentimental frente a la vida política), a la mujer firmemente plantada que elige la escritura como forma de estar en el mundo y como ventana para interpretar los conflictos sociales de los que no puede ni quiere apartarse.
La temperatura de las revueltas juveniles de 1968, bajo las consignas de cambiar la vida y transformar el mundo, se deja sentir en los diarios de la joven escritora. “¿Y si yo cambiara todo el ángulo de mi vida? ¿Si yo comenzara verdaderamente en blanco? Creo que llevo el mismo camino desde que nací. Tal vez no es posible hacerlo. Mi manera de sentir amistad es una, pero tal vez haya otra (la no burguesa), ¿eso significa algo? . . . Todo tiene que cambiar” (Cuaderno 4, 25 de diciembre de 1972). Empacar maletas, subirse al tren, instalarse en otro país, romper con la pareja, abandonar la oficina, estas mudanzas son síntomas de inquietud e insatisfacción. Por dentro y por fuera, todo tiene que cambiar.
La estancia de Puga en Nairobi, en la segunda mitad de los años setenta, sirve como catalizador para la narradora que había escrito y descartado varios libros sin publicar todavía ninguno. Además de recoger en los cuadernos sus impresiones de la vida en Kenia, Puga contaba con un aliado que, para desdicha de los escritores de hoy, el smartphone se encargó de aniquilar. Su aliado era la espera, el espacio mental para pensar.
Las novelas siempre nacen en los transportes públicos, creo. O cuando menos en el tránsito que uno hace de un punto a otro. La visión casi inconsciente de una forma real cuando se está esperando el turno en la tintorería, el banco, el supermercado, el taxi, el semáforo. En esos momentos de espera sorda, con el juicio suspendido, colgado del vaivén del día, se deja venir la imagen que abofetea la consciencia suavemente. Deja un tono, la posibilidad de una historia, la verdad de un personaje.
Y un día ese ropero o desván o como quiera llamársele, de la conciencia, se llena. Es preciso sacar todo, airearlo, estirarlo, tocarlo, olerlo. Ahí se inicia la escritura. En el silencio de un cuarto, con los ojos de la memoria posados en un punto cualquiera. Ya entonces la realidad no importa. Importa la realidad de la escritura. Puede uno salir a la calle cuantas veces quiera, la realidad es la escritura. Nairobi se me volvió novela. (De cuerpo entero, p. 49)
Siglo Veintiuno Editores publicó en 1978 Las posibilidades del odio, un volumen que se deja leer como novela o colección de cuentos y que le valió el reconocimiento de sus colegas como una autora de mirada original, dueña de un manejo eficaz y sutil del punto de vista narrativo. Puga nunca fue promesa porque entró en la literatura simplemente como una escritora.1 El segundo capítulo, sobre un mendigo cojo que obtiene una muleta y va conquistando espacio entre los menesterosos de Nairobi, es un relato notable tanto por la capacidad de transportarnos a las circunstancias de su personaje como por la manera de estructurar la narración. De haber vivido unos años más, José Revueltas se habría mostrado complacido de su lectura.
Muchos cuadernos contenían una hoja suelta con anotaciones que Puga hizo al releer sus diarios veinte años después de haberlos escrito. La novelista se mira como en un espejo que le devuelve una imagen antigua, inquieta, prolija, y reconoce núcleos de significado que iban cristalizando desde los años setenta: “Aquí se ve el problema de la pareja, de la escritura, de las ciudades, de la literatura,” escribe en una de las hojas sueltas, fechada en 1992. Hace también un poquito de aritmética: 1972 – 1944 = 28. Es decir: tenía yo 28 años al escribir aquel cuaderno. Se asoma a las etapas de Francia, Grecia, Italia, cuando leía a Musil, a Dostoievski, a Woolf, y cuando su plan de lectura constaba de los siguientes puntos: Frantz Fanon, arquitectura urbana, ensayos sobre América Latina, women’s lib y black power (Cuaderno 2, 27 de octubre de 1972).
La caligrafía de los diarios, en su mayor parte compuestos en elegante letra cursiva, por momentos es difícil de descifrar, algo semejante a lo que ocurre con ciertas novelas de Puga, zigzagueantes, complejas, memoriosas, que aspiran a la libertad de la conversación. “Vuelvo a tratar de escribir. Siempre me queda una insatisfacción enorme. No llego a decir lo que quiero. . . . Quiero recrear ciertos momentos de extrañeza que tengo a cada instante en las situaciones más normales. Los gestos de la gente, el silencio expectativo que sigue a una frase o la preparación de un comentario o el súbito desligamiento de un grupo” (Cuaderno 5, 8 de enero de 1973). Es como si la narrativa de Puga anduviera a la caza no del bulto sino de los contornos, no de la sustancia sino del hueco que ocupa.
Entre sus publicaciones, el título que mejor expresa esta particular forma de exploración es La forma del silencio (1987), novela que alterna el recuerdo de su infancia en Acapulco con el retrato de un hijo de exiliados españoles en la Ciudad de México, pero que no trata de ninguna de las dos cosas sino que intenta llegar, a través de la trama y la digresión, a una historia oculta. No hay secretos ni misterios por resolver, no hay siquiera punto de llegada o desenlace. La historia oculta va más allá de los rasgos de los personajes y no depende de sus actos, es un desvelamiento de la subjetividad que parece depender de una crítica del lenguaje. Paradójica e inevitablemente, es una crítica hecha de palabras que busca ir más allá de las palabras.
En 1968 Puga viajó a Londres pensando volver un año después con una novela terminada. La estancia se alargó diez años. Tras la aparición de su primera novela, Las posibilidades del odio, Puga fue candidata a diputada por el Partido Comunista. Su segunda novela, Pánico o peligro, recibió el premio Xavier Villaurrutia en 1983. En lugar de escribir la enésima versión del menosprecio de corte y alabanza de aldea, en 1985 Puga dejó la vida literaria de la Ciudad de México y se fue a vivir a Michoacán, a una cabaña junto al lago de Zirahuén. En Michoacán dirigió decenas de talleres literarios. Escribió novelas, cuentos, libros para niños, crónicas y un libro-reportaje sobre la cerámica de Hugo X. Velásquez. También publicó un libro de reseñas (Lo que le pasa al lector, 1991) en el cual es posible espigar, de manera fragmentaria y asistemática, la poética de Puga a partir de su visión de las novelas de otros.
Puga tuvo centenares de alumnos en los talleres de escritura. No pensaba que todos debían convertirse en escritores profesionales, pero creía que todos tenían derecho a apropiarse del lenguaje. Si no logramos apropiarnos del lenguaje, si no encontramos las palabras para decirnos, entonces el lenguaje nos dice, se apodera de nosotros. Puga juzgaba que el lenguaje empaquetado, el eslogan —y no solamente el eslogan político, también el eslogan cultural, el cliché que se esparce en los medios de comunicación y en la publicidad y que coloniza la mente de las personas—, era enemigo de la existencia auténtica. Su fe de escritora consistía, quizás de manera indemostrable, como toda fe, en creer que la literatura nos ayuda a apropiarnos del lenguaje y nos acerca así a vivir una vida nuestra, autónoma, por contraposición a la vida impersonal del lenguaje que, en lugar de expresar, oscurece la comprensión de uno mismo con palabrería de segunda mano. Esta convicción es manifiesta en su narrativa y en sus diarios, y aparece con particular urgencia en las crónicas de Itinerario de palabras, escrito junto con Mónica Mansour.2
Al momento de sentarse a escribir a Puga no la desvelaba la urgencia por la frase redonda y procuraba un estilo más cercano a la palabra hablada. Le preocupaban mucho, en cambio, la sintaxis narrativa, el tono elegido para contar y el ángulo desde el cual se mira la historia, y con estas herramientas dio vida a personajes de espléndida factura, como el protagonista de su cuento “Ramiro” en el libro Accidentes, como la joven Susana en Pánico o Peligro, como Juan en La forma del silencio. Trasunto literario del poeta Gerardo Deniz, Juan es tímido y excéntrico, está desengañado de todas las ideologías y no da ningún crédito a la novela como forma artística. El escepticismo radical de este personaje presenta un contraste y un desafío a las cavilaciones de la narradora acerca del sentido de la escritura novelesca.
Los diarios, en cierto modo, hacen más acucioso el desafío: hay más vida que literatura, aunque se viva para la literatura y no se entienda la vida sino a través de los libros. En las páginas de los diarios la vida se mete, desordenada y ruidosa, en el reconcentrado salón de la literatura. El último cuaderno termina unos días antes de la muerte de la escritora. Ahí están, hasta el final, sus lecturas, sus proyectos literarios, los padecimientos físicos, el registro de los sueños, las preocupaciones económicas y la reflexión sobre el significado de sus propios diarios. La escritora murió de cáncer el 25 de diciembre de 2004.
La artritis reumatoide que Puga sufrió en sus últimos años le trajo un acompañante fiel, la aflicción corporal, que nunca volvió a dejarla sola y con quien ella dialoga en Diario del dolor, publicado en 2004. El dolor crónico acaba siendo viejo conocido, antagonista taimado, amargo bromista inoportuno y, para la escritora, personaje.3 La voz de la autora leyendo este libro también forma parte de su archivo literario, descrito bajo el nombre de María Luisa Puga Papers y recibido este año en la Colección Benson como donación de la familia Puga.
José Montelongo obtuvo el doctorado en Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Washington en St. Louis. Ha enseñado en Tulane University, Bard College y Gettysburg College. Desde el año 2014 es Bibliotecario de Estudios Mexicanos en la Colección Latinoamericana Nettie Lee Benson. Ha publicado una novela, tres libros para niños y un libro para jóvenes. Sus ensayos y traducciones han sido aparecido en revistas académicas y literarias en México y los Estados Unidos.
Notas
Información detallada sobre el archivo de Puga se encuentra en Texas Archival Resources Online, María Luisa Puga Papers.
- Elena Poniatowska, en un dossier que la revista Tierra Adentro dedicó a Puga en 2005, escribió: “Durante todos sus años en Europa observó a los inmigrantes y cuando llegó a África, a Nairobi, ya estaba lista para escribir un libro extraordinario: Las posibilidades del odio, que en mi juicio la convierte en la mejor escritora mexicana (Núm. 134, p. 30).”
- Ver también las cartas de Puga publicadas en El vuelo de María Luisa Puga e Isaac Levín. Disponible en línea en “El vuelo de María Luisa Puga e Isaac Levín.”
- Para hacer una fenomenología del dolor, dice José Luis Díaz, hay que acercarse lo más posible a las cualidades de la experiencia misma. Aunque es una experiencia intransferible, hay informes como el de María Luisa Puga en Diario del dolor que aportan pistas sobre esta difícil tarea fenomenológica (ver páginas 248–255 de La conciencia viviente. México: FCE, 2008).