POR ALVARO CÉSPEDES
Ana Laura López, de 43 años, estaba por abordar un avión de Chicago a México el 30 de septiembre de 2016. Ella recuerda la fecha claramente, ya que su vida nunca volvería a ser la misma.
“Nunca pensé que me fuera a pasar a mí”, dijo López, sentada en un pequeño sillón en la colonia Guerrero, un barrio de clase media en el centro de la Ciudad de México.
Después de haber emigrado de México a los Estados Unidos, ella vivió, trabajó y estudió en Norteamérica por 16 años como inmigrante indocumentada. Se estableció en Chicago, donde conoció a su pareja y tuvieron tres hijos.
López vio crecer una oportunidad para solicitar documentación legal para comenzar el proceso de ser una ciudadana Americana. Se le dijo que tenía que hacerlo desde México. “Quería tener mis papeles en orden”, dijo. “No tenía ningún antecedente criminal, ni siquiera un ticket de tránsito en 16 años. Siempre fui muy cuidadosa con esto, era mi sueño ser ciudadana Americana. Y todavía lo es”, agregó.
Mientras estaba por abordar el vuelo, dos oficiales de migración le bloquearon el paso. Le pidieron que los siguiera a un cuarto separado, donde “muy rápidamente” le tomaron las huellas digitales, le pidieron firmar unos papeles que no leyó con cuidado y se le acompañó de vuelta al avión que estaba por tomar.
“Pensé que me llevarían a algún centro de detención, pero me llevaron directamente al avión”, me dijo. “Me sentí tan avergonzada, todos se me quedaron viendo”, dijo, mientras una lágrima caía de sus ojos.
López es una de las más de 240,000 personas que fueron deportadas de los Estados Unidos en 2016. De estos deportados, más del 60 por ciento eran ciudadanos mexicanos, pero sólo una pequeña fracción terminaron en la Ciudad de México, un centro urbano que no ha sido históricamente vinculado con migrantes repatriados de los Estados Unidos.
Durante el vuelo, López leyó los papeles que acababa de firmar, y fue ahí que se dio cuenta de que había firmado su propia deportación. “Me sentí tan estúpida”, dijo. “Fue como si me hubiera entregado, y aparte pagué mi boleto de avión para ser deportada”. Pasó el vuelo de regreso extrañando su casa, sintiéndose confundida y triste.
En Busca de una Comunidad
Desde que llegó a la Ciudad de México esa mañana de 2016, López ha trabajado para construir una comunidad de apoyo y solidaridad con el número creciente de deportados de los Estados Unidos. En la Ciudad de México, alejada de la frontera con Estados Unidos, notó una falta de sentido de comunidad con el resto de los deportados. Pero se dio cuenta que estaba lejos de ser la única.
La Secretaría del Trabajo de la Ciudad de México ha estado trabajando para hacer de la capital una ciudad “más hospitalaria, incluyente y segura” para los deportados, de acuerdo con una publicación reciente. Las autoridades locales han impulsado programas para acomodar a estos individuos en trabajos, han ofrecido talleres, y los deportados pueden recibir un modesto seguro de desempleo al llegar.
Fue en uno de estos talleres que López comenzó a conocer a otros en su misma situación, la mayoría hombres. Junto con algunos de ellos, fundó Deportados Unidos en la Lucha en diciembre de 2016. Éste es un colectivo que fue creado para ayudar a facilitar el retorno de los deportados a un país que muchos no sienten como propio, después de haberlo dejado hace tanto tiempo. López y sus colegas ofrecen un refugio temporal, una red de apoyo, acceso a documentación, acceso a representación legal y a cuidado de salud a los deportados recién llegados a la Ciudad de México.
Este colectivo encontró su principal fuente de financiamiento casi por casualidad.
Después de haber asistido a un taller ofrecido por la Secretaría del Trabajo de la Ciudad de México, López y otros deportados aprendieron la técnica de serigrafía: imprimir sobre textiles. Ella y sus colegas eran nuevas en este oficio, pero pensaron que era útil para difundir su discurso. Comenzaron a imprimir y vender camisetas, sudaderas y chaquetas bajo la marca Deportados Brand. Este es ahora el principal ingreso para el grupo de apoyo y el refugio.
En el taller de Deportados Brand, Gustavo Lavariega, quien fue deportado del estado de Washington en 2014, está parado en la parte de atrás. Se encarga de operar “el pulpo”, un aparato de madera con el que el colectivo imprime los diseños en ropa. Lavariega nunca había utilizado una de estas máquinas antes de unirse a Deportados Unidos en la Lucha, y ahora tiene buena experiencia con su manejo.
Lavariega pasó pintando casas en los Estados Unidos durante 17 años. Estaba por abrir su propio negocio de construcción a principios de 2014 cuando, un día, salió de su casa y tres vehículos de ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) estaban esperando para detenerlo.
Al llegar a la Ciudad de México, donde nació y creció, Lavariega se sintió sólo y confundido, pero la comunidad que López y otros crearon lo ha ayudado a sentirse un poco mejor. “Este colectivo es mi familia ahora. Es mi casa y me gusta aprender cosas nuevas cada día acá; siempre procuro ser una mejor persona”, dice, López a un lado, sonriendo.
Un Nuevo Episodio en una Larga Trayectoria de Activismo
Deportados Unidos en la Lucha es el más reciente esfuerzo de López en una larga carrera en la cual ha intentado ayudar a quienes están en situaciones vulnerables. En Chicago fue una miembra muy activa en su comunidad. Realizó actividades como voluntaria. Organizó y enseñó a otros y otras inmigrantes sobre sus derechos laborales al trabajar para Arise Chicago, una organización local que se enfoca en la defensa laboral.
Después de que la hubieran despedido de una compañía para la que intentó crear un sindicato de trabajadores, López rápidamente desarrolló su potencial como organizadora en Arise. Fue invitada con frecuencia a talleres, conferencias, protestas y reuniones por toda la ciudad. López se concentró en concientizar a mujeres sobre sus derechos laborales, enseñándoles habilidades de liderazgo comunitario. “Fue una época muy bonita. Estaba muy feliz”, dijo.
López cree que su labor como activista fue la razón por la cual finalmente fue deportada.
“Después de que organicé campañas políticas con congresistas, algunas legislaciones fueron aprobadas. Yo colaboré en la lucha por elevar el salario mínimo y asegurar días de enfermedad pagados” dice, orgullosa.
Para este momento, López aparecía en los medios. Frecuentemente concedía entrevistas en la televisión y en los diarios locales de la ciudad. Ella cree que fue por esto que los agentes de migración la estaban esperando antes de abordar el vuelo. “¿Por qué yo? Esto nunca pasa. Todo indica que fue por mi labor de activista”, dijo.
Sin embargo, López había intentado entrar ilegalmente a Estados Unidos en 2001 y fue detenida por las autoridades en la frontera de Tijuana y Otay. El antecedente de tener una deportación previa fue utilizado en su contra cuando se le detuvo en el aeropuerto de Chicago en 2016.
Construyendo Comunidad a Través de la Serigrafía
De vuelta en su ciudad natal, la Ciudad de México, López supo que tenía que contribuir con su comunidad de alguna manera. Al trabajar como activista en Chicago, ella “aprendió de la importancia de sentirse unidos”, dijo.
En uno de los talleres de serigrafía conoció a Diego de María, de 37 años. El había sido deportado recientemente de Dalton, Georgia, donde trabajó como indocumentado por 16 años. Un día, estaba conduciendo con su hijo de seis años, cuando un policía de tránsito lo detuvo. De María no tenía una licencia. Cuatro meses después, le hicieron volver a la Ciudad de México.
Él tampoco había trabajado en serigrafía. Nunca terminó la secundaria, y había trabajado en distintos puestos en la industria de la alfombra en Dalton. En México, rápidamente aprendió la técnica de la serigrafía y comenzó su propia marca, F*ck la Migra. Ahora vende sus productos en línea. Con este ingreso, paga parcialmente al abogado que lo ayuda para ganar la custodia de su hijo, quien, al igual que los hijos de Lavariega y López, sigue en los Estados Unidos.
De María opina que la construcción de esta comunidad que empezó Ana Laura López es importante. “Esta red de apoyo nos mantiene vivos acá. Hemos empezado campañas de crowdfunding para ayudar en casos similares al mío”, dijo. Él también ha acompañado a López en su labor activista. “Cuando llegó acá la caravana [migrante], ahí estuvimos, ayudando y apoyando a los compañeros en su camino hacia Estados Unidos”, agregó.
Unidos por una historia en común de haber vivido en los Estados Unidos, López, Lavariega, de María y muchos otros continúan en el trabajo y el apoyo a quienes llegan a la Ciudad de México. Venden su ropa, ofrecen consejo y apoyo a quienes llegan sintiéndose perdidos, igual que les pasó a ellos hace unos años, y buscan la manera de regresar a Estados Unidos para reencontrarse con sus familiares y amigos.
Sus historias son distintas, pero comparten el añoro por un país que se siente tan cerca y tan lejos, y por sus familias, a quienes forzosamente dejaron atrás.
“Todos vivimos el sueño americano de manera distinta”, dijo López. “El mío era tener una casa con un jardín y una familia. Me gusta ese estereotipo, es uno que nunca pude imaginar en México”, dijo, antes de quedarse en silencio un tiempo.
Alvaro Céspedes es un periodista mexicano que recientemente se graduó de una doble maestría en periodismo y estudios latinoamericanos en la Universidad de Texas en Austin. Su trabajo se enfoca en cubrir historias relacionadas con la intersección entre migración, justicia social y cultura. En los Estados Unidos, ha publicado piezas para NACLA, Texas Observer y Texas Standard. En México, ha publicado en Gatopardo, Letras Libres y VICE. Cree en el poder de las palabras como un mecanismo para lograr el cambio.